- 1.adaptacion de marcha
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EL MÁS HERMOSO PREGÓN DE MI VIDA
Una inolvidable Cuaresma la pequeña Talla de un Crucificado llamaba a mi corazón y como buen hijo acudí a su llamada. Muy próximo estaba de alcanzar uno de los más anhelados sueños de mi juventud. Por primera vez acompañaría al Santísimo Cristo de la Veracruz como uno de sus costaleros.
Una nueva Semana Santa había consumado la primera cuenta del rosario de su tiempo. Frescas las sensaciones de un brillante Domingo de Ramos, la tarde se abría a un, no menos hermoso Lunes Santo. En el Tiro de Línea, Triana y calle Santiago, tres hermandades con sabor a Barrio habían abierto de par en par las puertas a la segunda jornada de la Semana Grande de nuestra Ciudad.
Desde el viejo Arrabal bañado de Guadalquivir llegué a calle Baños, siguiendo el camino más corto, para reunirme con mis hermanos costaleros. El nerviosismo de los primeros momentos fue dejando paso a una profunda paz espiritual, al sentir muy de cerca al Cristo de mi Hermandad y a su Madre de las Tristezas.
La calle empezaba a poblarse de fieles. Una calma tensa presagiaba que muy pronto las puertas de la Capilla del Dulce Nombre de Jesús se abrirían por completo para dar paso a la Cruz de Guía de mi seráfica Hermandad. Esa misma Cruz que daba sentido a todo lo demás.
Cuando mis pies muy cercanos estaban de alcanzar el umbral del Templo una extraña sensación me hizo volver la vista hacia atrás. Inmediatamente mis ojos se clavaron en la mirada de una enlutada mujer. Su rostro reflejaba la honda tristeza por una reciente ausencia. Algo me decía que ese ser querido había ocupado un lugar bajo esas mismas trabajaderas que en breves instantes acariciaría con mi costal.
Pronto entendí que esa misma tarde cargaría con el peso de DIOS y con el peso del amor. La compasión me llevó a ahondar en los surcos de la memoria de la triste mujer. Embargada por la angustia trataba de aferrarse a la esperanza de volver a encontrarse con su hijo. Tal vez buscaba entre los costaleros al niño de su alma o bien esperaba al Pequeño Cristo abrazado al árbol de la Cruz para redescubrir entre sus llagas la apagada luz del candil nacido de sus entrañas que en no muy lejana fecha terminó por apagarse por completo.
En a penas unos segundos pude oír la misteriosa voz del más penetrante silencio y el tenue murmullo de la fe inquebrantable.
El más hermoso pregón que jamás mis oídos pudieron escuchar se hizo realidad en la tez de una mujer de pálido semblante, mirada anclada en la memoria y de una fe sin fisuras que la hacía seguir en el camino de la vida, embargada por la más amarga condena, pero firme en las creencias y en esa esperanza cierta del reencuentro con los seres queridos que simplemente se nos adelantaron en la penúltima estación en el devenir de nuestra existencia.
No hizo falta atril, ni se abrieron las puertas del Teatro de la Maestranza y las largas colas quedaron para otro momento. Las notas de “Amarguras” lejos de nacer de las entrañas de un pentagrama quedaron dibujadas en el semblante de unas mejillas inundadas de lágrimas. La prosa y el verso enmudecieron y el público permaneció en respetuoso silencio.
Traté de buscar sin fortuna unas palabras de alivio hacia aquella mujer desposeída de lo más hermoso que le ofreció la vida. Mi primera Estación Penitencial como costalero y esas vivencias previas quedaron ancladas para siempre en la habitación de mi memoria junto a otros tantos inolvidables momentos vividos. La complaciente sonrisa que finalmente se dibujó en el rostro de esa mujer me llevó a sentir que no era yo quien cargaría con el peso de DIOS y del amor. Esa misma tarde fue su propio hijo quien, por última vez, tomaría sobre sus hombros el aliviado peso del AMOR de DIOS NUESTRO SEÑOR.
A ti querida mujer y a ese hijo que alcanzaste con tus manos al atender la llamada de DIOS en el CIELO.
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