
La Semana Santa es, de sobras, conocida por todos los que entramos a diario en ésta web. Todos sabemos que las miradas se clavan en las Imágenes, que el dorado de los pasos brilla aún más que el sol, que el cielo parece distinto, que el azahar y el incienso luchan por ser el olor que inunde las calles de la ciudad. Todos sabemos que las hermandades, o son de Triana, o son de Sevilla. Que son de silencio o que llevan música. Que hay palios bordados y palios lisos. Que hay pasos de doradas canastillas, y otros de madera recién pulida. Que hay recorridos más largos y recorridos más cortos. Que unas son de centro y otras son de barrio...
Sin embargo, pensamos que la Semana Santa es algo estático, es algo que se disfruta una semana al año, algo maravilloso, algo lleno de alegrías y nostalgias, una fiesta perenne que dormita en el año y resurge en Primavera. Pero no siempre es así...
Este año, por desgracia, la vida me demostró indirectamente que a veces la Semana Santa, por mucha cofradía de barrio y mucha banda que interprete marchas, se viste de luto al completo para algunos. Yo mismo fui testigo de como una familia inauguraba un Domingo de Ramos en el que el sol lucía en el cielo, no en sus corazones. Yo vi como las lágrimas no asomaban sólo a los ojos de las Dolorosas, sino también en sus ojos. Yo sentí su luto preparado para cuando la muerte segara al fin tanta espera. Yo supe que bajo su ropa cotidiana vestían túnica de negro ruán respetuoso, presto a iniciar la penitencia que sabían se avecinaba. Y en ellos, en cada detalle, en cada charla, en cada día, me di cuenta que, desgraciadamente, la Semana Santa no es siempre como la pintan. Entonces pensé en cuántas personas llenaban en ese momento las habitaciones de los hospitales, me pregunté cuántos ancianos estarían en ese instante viendo a su Cristo por la televisión y recordando su juventud, el día que esa iglesia les vio casarse o incluso la primera vez que apoyaron su cuello en esa trabajadera. Pensé en cuántas personas estarían recordando la ausencia de un ser querido, en cuántas súplicas por enfermos llevarían las Vírgenes prendidas en sus rosarios, en cuántas lágrimas habrían visto secar aquellos pasos que ante mí pasaban y recogían las oraciones de miles de sevillanos, en cuántos nazarenos impedidos estarían masticando la rabia de verse sin un cirio, en cuántas personas estarían haciendo uso de la radio como único método de sentir a su hermandad cerca...
Como ya he dicho, me di cuenta que esta Semana Santa no fue para ellos lo que acostumbraban que fuera... Este año, desgraciadamente, el llamador del paso de El Cerro no fue el primero en sonar el Martes Santo; por la mañana, temprano, Dios hizo uso del suyo, ése que en tres toques de llamador llama al humano a la Gloria y levanta el espíritu a la Vida Eterna... Lola se llamaba, y ahora vive en el cielo. Su hijo y nuera, biznietos y nietas ya no pueden verla y aunque fueron muchos los años que la disfrutaron siempre duele perder a una madre, qué decir de una abuela. Y es cierto, no pueden verla, pero... ¿qué hay de sentirla? Eso es harina de otro costal, pues sé que en la calle Castilla, en la vieja cava de ensueño, hay un Cristo repartiendo su memoria por consuelo; Cachorro es su nombre y de Triana su hermandad, en su boca falta el aire y en sus pupilas cansadas, como aliento que se va, está el recuerdo de una madre, de una abuela, parte de la hermandad, el destello que es prólogo de una vida que contar.
A la familia Galindo y, en especial, a Lola, que subió al cielo el día treinta de marzo de 2010, Martes Santo. Ellos me enseñaron que la Semana Santa no se vive siempre igual.
Sergio Rovayo.
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