
¿ A DONDE IRAN ESAS?
Las epidemias en aquella época causaban centenares de víctimas.
Y sobre todo cuando eran de viruelas. Y cuando , encima, el Guadalquivir se desbordaba.
Pero precisamente esos momentos difíciles eran los mejores para las Hermanas de la Cruz.
Porque donde no hay nadie que eche una mano está el puesto de las Hermanas.
Y así sucedió.
Un día iban ya de noche dos Hermanas camino de un barrio.
¿ Quién había visto a unas monjas salir a esas horas del convento y dirigirse a barrios de fama dudosa, solas?
Un hombre las vio pasar y se quedó mirándolas con sorpresa:
-¿ A dónde irán a estas horas? Mejor les sería quedarse en el convento.
Las Hermanas van en silencio, pero no tienen pelos en la lengua.
Y además saben decir la palabra oportuna con sencillez evangélica:
- Venga y lo verá...
Iban delante las Hermanas, calladas rezando.
Seguía detrás a pocos pasos, el hombre desconocido.
Llegaron, caminando de prisa, casi a las puertas de la ciudad.
En un callejón perdido entraron en una casa bajita, que tenía la puerta entornada. A la luz de un candil, una cama. Y en la cama, una mujer agonizante y dos enfermos más, la hija y el yerno gravemente enfermos también.
Cuando entraron las Hermanas en aquella casa de la muerte, una luz especial iluminó la estancia.
Se respiraba un aire nuevo. Hasta se dibujó en la cara de todos una sonrisa.
Y en seguida las Hermanas se pusieron al trabajo, que duraría toda la noche.
El desconocido lo contempló desde la puerta, asombrado.
Y se volvió con una alegría desconocida: había recobrado la fe.
LAS HUERFANAS TIENEN FAMILIA.
Aquel hombre se moría a chorros en el Campo de los Márties.
Se moría tuberculoso, joven todavía. Como poco antes había muerto también en plena juventud, tuberculosa, su mujer.
¡ Cuánto sufría en su agonía con la asfixia!
Pero lo de menos era el sufrim iento corporal.
Lo que le resultaba superior a sus fuerzas era dejar sola en el mundo a su hija Dolorcitas:
- Por Dios, no me abandonen a mi hija...
Pero ¿ qué iban a decir las Hermanas ?
Ellas no tenían internados para niñas, ni ésa era su vocación. ¿ Dónde encontrar una familia que la adoptara?
Se lo fueron a contar a Madre.
Madre no tenía ideas preconcebidas: vivía peregrina siguiendo los caminos de Dios.
Ella misma fue a ver al enfermo, pensando en que Dios le diría lo que había que hacer.
Y se lo dijo por el camino.
- Este usted tranquilo- le dijo serena y firme-: su hija se vendrá con nosotras.
Y así fue. No era un asilo lo que Sor Ángela fundaba aquel día, era una familia, la familia de las Hermanas, que se abría para recibir a las hermanas menores.
Y así nacieron los internados de las Hermanas y así se conservan en nuestros días.
Y así han muerto tranquilos tantos enfermos diciendo: " Mis hijas tienen madre y hermanas".
LA TAZA MILAGROSA.
Encarnita era una niña que habían adoptado las Hermanas de la Cruz cuando murió su padre enfermo.
Pero ella estaba enferma también, eso no importaba para la caridad de las Hermanas.
¿ La iban a abandonar por estar enferma?
Pero la cosa fue adelante. Y una noche, Encarnita se moría.
Había que velarla y Madre reclamó para sí el cuidado de la niña.
Creía que estaba sola, pero la espiaba con santa curiosidad Hermana Luisa.
Lo que se sabe es esto, que a media noche fue Sor Ángela a prepararle a la enferma un caldo en la cocina.
Luego se fue con la taza a la capilla y allí le debió de decir algo al Señor, pero no se sabe ni lo que ella le dijo ni lo que Jesucristo le respondió.
Subió la escalera, entró de puntillas en el cuarto, incorporó con cariño a la enfermita y le dio a beber a sorbos su caldito...
Lo cierto es que al día siguiente la niña estaba buena.
Y tan buena que cuando fue mayor entró Hermana de la Cruz.
Y vivió noventa años, pero como un alma tan inocente y sencilla como aquella de Encarnita, aunque se llamaba Hermana Ángeles.
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