
Ella siempre fue luchadora. Se le veía en los ojos, aunque sólo contase con diecisiete años de edad. Parecía que alguien le hubiese adelantado todo aquello que tendría que soportar su corazón, todos los cubos que sus jóvenes manos tendrían que llenar de agua y jabón para limpiar suelos y casas. Por eso mismo, creo yo, que Dios puso ese brillo de fortaleza en sus ojos. Quizás su fortaleza sólo fuese apariencia, quizás fuese real. ¿Quién podrá saberlo nunca? Sólo ella lo sabe, sólo ella es quién lo conoce... y probablemente se lo llevará a la tumba.
Lo que yo puedo puedo decir a viva voz y a boca llena es que ella, desde siempre, fue luchadora. Admiro la forma en que superó cada uno de los obstáculos que la vida colocó en su camino. Algunos fueron menores, otros realmente difíciles pero, todos, sin exclusión posible, terminaron siendo vencidos por ella. La vida es difícil, eso ya es sabido por todos. Todos conocemos que la vida no está diseñada para vivirla, sino más bien para sobrevivir a ella. Pues ella, en todos los sentidos, es una superviviente.
Si ya es difícil de por sí, vivir una Guerra Civil lo hace más difícil. Si, además de eso, sufres la muerte de tus padres siendo muy joven, peor aún. Si tras esto quedas solo con hermanos a los que alimentar, te parece imposible.
Corría el año mil novecientos cuarenta y cinco cuando esa foto se hizo recuerdo para la posteridad. Quince años contaba por entonces la joven madrileña Ana. Atrás quedaban los años de la Guerra, años en los que el sustento que la mantuvo viva, a ella y a sus hermanos, no merece ser nombrado siquiera. Aquella joven pronto se vería huérfana, no sin antes viajar con su padre a la que fue su ciudad adoptiva, la eterna Sevilla... Yo por entonces, lógicamente no la conocía. No la conocí hasta mil novecientos noventa, aunque sinceramente pocos recuerdos guardo de esa época.
Hoy, con total uso de razón, merecía un hueco en mi vida. Quién la conozca, podrá verla de una forma u otra, conocerá más o menos de ella, pero yo, a día de hoy, puedo decir que, con sus ochenta años de existencia, despierta mi orgullo con su inigualable ejemplo de supervivencia. Ya no vive en Madrid, vive en la más pura Sevilla, en uno de los barrios más antiguos de sus rincones: San Bernardo. A ella, en cierto modo, le debo la vida, las lecciones aprendidas y muchos momentos a su lado. Es mi abuela, un catálogo de años, la vieja Anita "la de la estación", la niña ya vieja del barrio, la superviviente que tanto quiero, Historia escrita en sus manos...
A ti, por todo lo que me enseñas. Te quiero, abuela.
Sergio Rovayo
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