
Estática, demacrada, resignada. Aún sabiendo la trágica pérdida que acaba de sufrir, el tiempo sucumbe a las plantas de una Virgen que, hoy igual que ayer, se muestra serena ante el horror de la muerte. Está viendo a su hijo, a la carne de su carne, la sangre de su sangre, ha sido testigo de las afrentas que ha sufrido... y a pesar de todo ya no le quedan lágrimas que derramar.
En estos días, aniversario de lo que fue -y es- un auténtico calvario, encontré esa foto y, al instante, supe que me recordaba a alguien conocido. Yo conocía ese rostro, pero no acertaba a decir quién era exactamente. Yo conocía esa palidez en el rostro. Reconocí al punto esas ojeras cansadas. Recordé esa mezcla de serenidad y tormento en las mejillas. Y entonces, al mirar el brillo de esos ojos que desvelan el secreto de quien se sabe muerto en vida para el resto de sus días, lo supe. Esa Virgen es la viva imagen de la madre de Marta, Eva Casanueva...
Eva, esa madre que sufre en sus carnes el calvario que padeció su hija, tal como la Virgen hubo de soportar el tormento de Cristo. Ambas reflejan en sus rostros la crueldad de la muerte. Ambas comparten las ojeras, fruto del cansancio que ha hecho mella en lo más hondo de sus almas. Ambas han gastado las lágrimas, que fueron a fundirse en súplicas y últimos cartuchos de esperanza cuando ya no quedaba nada, para terminar siendo resignación que clama al cielo buscando el regreso de lo que ya nunca tendrá cabida a su lado. Ambas parecen muertas en vida, derrumbadas ante la ausencia de lo que fue la razón de sus vidas.
Eva, hecha metáfora en la Quinta Angustia de María, sabe de la muerte de su hija. Sabe de su tormento. Sabe de su ausencia. Ella tampoco rompe a llorar, sino que se resigna rezando al cielo, pidiendo una solución a tan cruel tormento. Eva, igual que María, espera a los pies de la cruz, de su propia cruz, con los brazos ansiosos por recoger el cadáver de su hija; un cadáver qué debería estar entre sus brazos, y sin embargo no llega...
Y a pesar de todo, incluso después de un año hierática al pie de su propia cruz, soportando los recuerdos, ella espera resignada a que un día su verdugo decida desclavar el cuerpo de su hija, para recibirlo en su lento descender; pausado, como borrando todo resto de tiempo, sin importar nada más que volver a tenerla entre sus brazos, poniendo por fin punto y final al peor calvario, la eterna espera.
A la memoria de Marta, a su familia completa.
Sergio Rovayo.
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