
Era la tarde de un 12 de Abril. Sevilla bullía en calor, trastornada en un ir y venir de gente que se apresuraba por alcanzar a tiempo a su cofradía favorita, ya fuera a la salida, a la entrada o en esa revirá en la que el paso cobra una especial belleza. Ése día no había espacio alguno para las nubes en el cielo, sólo lo había para los gorriones que con su canto vaticinaban lo que sería, un año más, un día glorioso. El azahar se hallaba en el cenit de su belleza. El suelo ya se hallaba alfombrado en cera, fruto del procesionar de otras tantas cofradías. En el aire aún se removía el incienso de la jornada anterior, tan gloriosa como la primera y tan bella como la que estaba a punto de acontecer.
Era Miércoles Santo, y La Sed ya se derramaba por las calles de Nervión cuando, a lo lejos, en Sen Bernardo, las puertas de la parroquia ya se habían abierto para proclamar la resurrección de un viejo arrabal que, como cada año, resurge de entre las cenizas para demostrar de lo que es capaz el amor de un barrio por su cofradía y su parroquia. Aún resonaban los últimos besos de los vecinos reencontrados cuando los altos candelabros del Stmo. Cristo de la Salud, guardianes perpetuos de su paso, ya se agitaban como caña al viento. Y luego, mucho más tarde de que el Crucificado se perdiera por Gallinato, mucho más tarde de que el Cristo dejara atrás la calle ancha, haría aparición su Madre… Nuestra Madre, ésa que lleva en su corazón nuestras súplicas, nuestros problemas, nuestras angustias… Ella, que es el Refugio de Sevilla y de su barrio, nuestra única salida cuando todo parece acabado, la Princesa de ese palacio que es oro convertido en palio, sueño hecho realidad, trozo de cielo apresado en la tierra…
Las alturas de Sevilla se hallaban tranquilas, ajenas a la lluvia. Y en esto que cuando la tarde caía y el cielo se iba estrellando, fue a despertar a la Giralda el sonido de cornetas y tambores. Apartando la bandera, se asomó al vacío, descubriendo junto al dintel el hermoso paisaje de claveles entremezclados de lirios. Y curiosa, observó el caminar de aquel difunto Crucificado que, con redobles de artillería, fue alejándose hasta la plaza que llaman del Triunfo, que se hallaba atestada de gente. Y le observó en su lento caminar, tranquilo, pausado, como si no tuviese prisa por dejar atrás el empedrado de viejas calles y adoquinados que datan siglos… Vio las mecidas de sus costaleros, suaves, cariñosas, tratando de arrullar al Cristo sobre su cuna de claveles, meciéndolo en cada esquina por las calles de Santa Cruz; y tan tranquilo iba que más que muerto parecía dormido…
Luego, más nazarenos. Y pudo contemplar la Giralda el incesante chorro crispado de negro que se derramaba por la plaza entre el murmullo de la gente que esperaba con impaciencia a la Madre del Redentor. Y al fin, cuando la brisa primaveral mecía con suavidad las hojas de su palma, apareció. Se asomó la Giralda al oír los sones del himno nacional, estridentes, altos y vigorosos, anunciando la salida de la Stma. Virgen del Refugio. Y habiéndose empinado al borde pétreo de su estructura, quedó prendada de aquel palio. Quedó presa del bordado, fino y delicado, que se extendía por el manto y las granates bambalinas. La deslumbraron los acordes de aquel palio en movimiento, cuyas flores, azahares, se fue en olores desprendiendo. Y sintió pena la Giralda por no poder bajar y admirar su sereno rostro… Así que lo imaginó. Y lo imaginó tan rosado como aquel clavel del Crucificado, tan deslumbrante como sus velas, tan majestuoso como su palio… Y embriagada de fervor se dejó llevar por los sones que retumbaban por la plaza, himno de nuestra Semana Mayor, que luce por nombre Campanilleros. Aquella tarde, la Giralda no pudo evitar sentirse emocionada ante una Virgen tan galana. Y la vio perderse tras el camino morado de negros reflejos, que como sombras se deslizaban por el ensolado de la plaza…
Y justo cuando al fin se perdió calle arriba, sintió tristeza en su alma. Sentía que la necesitaba, no podía dejar de verla, ansiaba estar a su lado, saber cuándo volvería a tenerla a los pies de su morada. Triste, cabizbaja, dejó correr la tarde, esperando su llegada. Pero no apareció… y tan cansada se sentía que terminó por dormirse, soñando con Ella.
Pronto despertó, pues estaban prendiendo a Cristo en la misma puerta de la Catedral: curiosa, fue a asomarse, cavilando entre su sueño y el martirio de aquel Cristo. Y cuando aquel paso se perdió por Hernando Colón, ella levantó su vista, observando el cielo que se extendía sobre su cabeza. Paseando la vista, fue a observar un punto de luz, perdido en la lejanía, de brillo anormal y no residía en el cielo, sino en la misma ciudad… Y aguzando su sentido, observó, tranquilamente, hasta que al fin comprendió; era un río de nazarenos, expectantes ante un público que se agolpaba en aquello que, si no veía mal, era un puente. Un puente sin río…
Y en esto que, cuando se hallaba más confundida, de aquel punto de luz comenzaron a brotar miles de pétalos rosados que iban a parar a aquel palio… Sí, aquel palio, el que le había dejado trastornada, el que le había hecho vivir experiencias que no creía poder sentir… Y La vio, robando con sus bordados el plateado de la luna, avanzando majestuosa sobre el puente, cuyo río era el fervor de sus vecinos que se acercaban para adorarla, como siempre, porque, aunque pasen los años, en San Bernardo siempre quedará el Miércoles Santo.
Y así nuevamente la Giralda fue a perderla de vista; se fue perdida entre callejones, tras una nube de algarabía e incienso en un mar de gente que soñaba con poder alcanzarla, con retenerla eternamente, con poder tenerla entre sus brazos y acariciarla hasta dormirla…
Desde entonces, desde aquel día, la Giralda monta guardia esperando verla aparecer, asomada sobre el puente, deseando volverla a ver; ese día algo había cambiado, había germinado aquel fervor, profesando desde entonces aquel amor como una vecina más del barrio. Y cada Miércoles Santo podrás verla sobre el puente, observando procesionar a la cofradía cuya Reina, que es también Reina de su barrio, dejó un día enamorada a la Giralda. Porque la Giralda se siente parte de Ella, parte de esa devoción que corresponde al orgullo de su barrio, que la quiere con locura, porque para ella, como la Virgen de San Bernardo… como Ella no hay ninguna.
Sergio Rovayo.
*Es una historia que escribí hace algunos años y fue publicada en el boletín de San Bernardo en 2007. Dedicado con enorme cariño a Joakim, gran cofrade y, ante todo, gran persona. Eres un ejemplo a seguir en todos los sentidos. Un abrazo, hermano.
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