
Huelen las calles a rancia nostalgia, al ansia prieta de teñir de luces los colores y de vida las calles. Se oye en las esquinas el rumor de la fuente del callejón del agua, expectante ante la Fe venidera. Rezuma el naranjo flor de mármol, bendito perfume que inunda la vista y tomó por nombre azahar. Ya se ve la metamorfosis de Sevilla, ciudad de los sueños, sede de la hermosura, altar del devoto y templo del Dios que nace sevillano. La cal refleja al sol más blanca que nunca, en constante lucha por ganarle el pulso a la plata que en secreto viejas manos abrillantan. Se sienten vibrar las calles, se oye el pálpito estrechado que surca el puente y atraca en la orilla que no es orilla, en el barrio que no es barrio… en este trozo de cielo que el hombre llamó San Bernardo.
A simple vista pudiera decirse que no es más que historia olvidada, paredes que cuentan siglos y trinchera de viejos huecos que cayó en ceniciento olvido al paso de los años. Pudiera decirse que ya ni es barrio, que apenas queda resto de la algarabía de antaño y aquella chiquillería que jugaba en sus callejones, junto a la estación, tras la iglesia, de vuelta de la escuela. Pudiera decirse que ya nada de lo que fue queda y, que lo que queda, no es como fue. Pudiera decirse. Pero no es.
Si hay un rincón por descubrir, ese es San Bernardo. No pueden decir que este barrio no es más que historia olvidada porque, este arrabal, cada día, hace historia. No pueden decir que este barrio ya no es un barrio, porque yo siento la vida en sus encalados muros, en sus viejas casas y en el encanto que gotea de cada geranio tostado al sol. No pueden decir que aquí ya no queda nada de lo que fue el barrio, porque el verdadero barrio son sus viejas vecinas, los ya maduros niños que vuelven a sus calles y sonríen al recordar su infancia. El barrio es su parroquia, su Cristo, su Virgen, sus calles, su plaza, su historia, su gente, sus recuerdos, su puente.
San Bernardo ha sido mi cuna. San Bernardo es la vena aorta de mi vida y el cofre que guarda y silencia más cosas de mí de las que jamás nadie creería. San Bernardo me ha visto reír, jugar, correr, soñar, caer y llorar. San Bernardo es ese primer latido que Dios forjó en realidad cercana para que jamás olvidara lo que es la felicidad.
Habrá barrios que me nublen la vista, rincones que me hagan volar y sonreír de felicidad e incluso iglesias que me ericen el alma y me hagan temblar. Pero, si algún día quieres conocerme de verdad, di su nombre. Di San Bernardo, y luego mira mis ojos y busca ese brillo que evidencia la mezcla de nostalgia y felicidad. Ése, ése soy yo de verdad.
Sergio Rovayo
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