
Me atrapó la noche caminando por la calle San Fernando, con un eco de antiguas espadañas repicando por las esquinas de la Puerta Jerez. Alfombraron las farolas la vieja avenida, perfumada de invernales humaredas de algún que otro puesto de castañas; se cerró la noche entre nubes pero, arriba, en el cielo, Dios puso a la luna de vigía, porque esta noche la Reina había bajado a la tierra y temía perderla de vista...
Me vestí de sonrisas cuando, al llegar a la Catedral, vi a la altura de Sánchez Bedoya el lugar donde una semana al año disfruto de las sillas, y entonces, ¿qué decir? Como cada vez que paso por ahí, sólo supe cerrar los ojos e imaginar que era Semana Santa...
Lástima, no funcionó el intento, pero no borré mi sonrisa; sabía de un lugar que me guardaba un trocito de cielo, un resto de esa semana, un recuerdo de que a mis ansias no le falta tanto tiempo para volver a ser realidad cercana...
Y ahora, discúlpame, Madre. Porque no conozco palabras que me ayuden a explicar lo que sentí al verTe de frente. Pareciera que el tiempo en tu capilla no existiera, y pareciera que de incienso recostada te clamaran Reina. Como por altar tu palio, de fervor esos largos candelabros que envidiaban mis manos por permanecer a tu vera. Coronada en tu capilla, refugiada en ese manto que escolta tus manos y ciñe el pañuelo que seca tus lágrimas. Qué maravilla, Madre... Y al verTe lo entendí; no era domingo, Señora, era Miécoles Santo.
Sino, explícame ese olor a cera gastada que me robó el alma, el olor a incienso perpetuado que me rizó el sentir y me dio el orgullo de ser a tus ojos mortal que como eterno vasallo ante Ti se postraba...
Sino, dime por qué me emocioné al mirar tus dos enormes ojos, al besar tu mano, al contemplar tus mejillas arrasadas en llanto; ganas me dieron de abrazarte, de consolarte, de decirte que no lloraras... Tan grácil y delicada te vi que estuve a punto de comprobar si respirabas, Madre...
Y al dejar tu capilla, sintiendo un gozoso descanso, sonreí de nuevo por la avenida, entregado en alma a tu encanto; ¡qué ganas tengo, Reina, qué ganas, de que amanezca un nuevo Miércoles Santo!
Sergio Rovayo.
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